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DIEGO ECHEAGARAY

ESPECIALISTA EN FOTOGRAFIA

ESPECIALISTA EN FOTOGRAFÍA DOCUMENTAL, DE PAISAJE, ARQUITECTURA, FOLKLORE, RETRATO, NATURALEZA, VIAJE Y EXPEDICIÓN.

Ha dedicado su vida a viajar, también capturar los paisajes y momentos más singulares alrededor del mundo. Actualmente, se desempeña como fotógrafo e ilustrador; es autor de varios libros, en los que exhibe sus extraordinarias aventuras por México y el mundo, a través de imágenes de su autoría, que nos erizan la piel.

Es especialista en fotografía documental, de paisaje, arquitectura, folklore, retrato, naturaleza, viaje y expedición. Ha presentado libros y exposiciones fotográficas en México, Gran Bretaña, Dinamarca e Islandia.

Un orgullo mexicano, que inspira a chicos y grandes a cumplir sus sueños, y que, en esta edición, nos comparte una mirada a su “grandiosa vida como aventurero”:

Sentado a la entrada de mi tienda de campaña, luego de bajar de la cumbre del Tharpu Chuli, tenía ante mí una de las más espectaculares vistas del Himalaya; de frente, la afilada cumbre del Machhpúchare (La cola de pescado, en nepalés); a mi derecha, el Hiunchuli y el Moditsé; a mis espaldas la imponente cara sur del Annapuma I, de 8,091 metros de altura.

Mientras le daba unos sorbos a mi taza de té, caí en la cuenta de que ahí estaba yo, en un campamento de montaña a más de 5,000 metros de altura, cumpliendo un sueño: el sueño de mi padre. No es que yo no quisiera estar ahí. ¡Al contrario, estaba en el lugar y momento correctos! Pero, lo que me había llevado hasta ahí era esa pasión por las montañas y la naturaleza, que mi papá sembró en mí cuando era niño. Mi padre era un personaje muy, muy peculiar. Quien lo conocía poco juraba que mi papá era serio, adusto, un tanto severo y de la vieja, vieja guardia.

Los que lo conocíamos bien sabíamos que sí, era de la vieja guardia, pero con un sentido de humor muy británico, que se reía de sí mismo, que se permitía disfrutar de una buena discusión y que, muy en el fondo, era un auténtico rebelde. Y, sí: el señor era un “montañista de sillón” o un armchair climber, como dirían los ingleses.

Cuando yo era niño, mi papá me llevaba de excursión los fines de semana, en esas salidas, mi papá me hablaba de las hazañas de Scott en la Antártida, de Harrer en los Alpes, de los cazadores de cabezas del Amazonas, entre otros muchos relatos más. Así -y a través de sus muchos libros de expediciones- mi jefe me contagió su pasión por las montañas y la exploración. Juntos, pasábamos horas y horas viendo fotografías y mapas de picos con nombres exóticos, como Ama Dablam, K2, Dhaulagiri o Manaslu. 

Entre sus libros favoritos estaban El tigre de las nieves, de Tenzing Norgay, el primer hombre en llegar a la cima del Everest, junto con Edmund Hillary; el clásico Estrellas en tempestades, de Gastón Rebuffat; o Annapuma, de Maurice Herzog. Sin embargo, a pesar de su profunda admiración por aquellos grandes montañistas e intrépidos exploradores, mi padre nunca se aventuró en la alta montaña. Por mi parte, siempre fui fan de Tintín, uno de los libros favoritos de mi infancia está, Tintín en el Tíbet, que tenía lugar en el Himalaya.

Y así, desde muy chico, percibí el llamado de las montañas, ese canto de las sirenas que aún sigue resonando en mi cabeza. Ya de joven, libros como Siete años en el Tíbet, de Heinrich Harrer, Viaje a Lhasa, de Alexandra David-Néel, El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen. Endurance, de Ernest Shackleton o Touring the Void, de Joe Simpson, y películas como Eiger Sanction, abrieron aún más mi apetito por conocer aquellas regiones indómitas del planeta.

La primera ventisca

A los 15 años, con unos amigos, subí al Nevado de Toluca por primera vez, Ya cerca de la cumbre, nos cayó una ventisca de nieve y hielo que casi nos congela las orejas. Curiosamente, esta ventisca, lejos de molestarme o asustarme, ¡me pareció fenomenal! Poco después, fuimos al Iztaccíhuatl y aquello marcó un antes y un después para mí.

Pronto le siguieron el Popocatépetl -cuando todavía tenía glaciares, años antes de que entrara en actividad-, el Pico de Orizaba y la Malinche. Y así, encontré mi pasión. Pero, todo en la vida tiene un precio y las pasiones suelen costar muy caro. La montaña se volvió, prácticamente, mi único interés. Me convertí en un verdadero nerd, aunque, la verdad creo que siempre lo fui, al menos un poco: nunca me gustaron el fútbol, ni el basquetbol, ni el voleibol y, menos aún, el fútbol americano; todos mis amigos hablaban de coches, del Super Bowl o del América – Chivas, pero ¡a mí, esos temas no me interesaban, ni tantito! Y, siendo honesto, hasta la fecha, siguen sin interesarme.

Por supuesto, como todo adolescente, me encantaba ir a fiestas y me enamoré un par de veces a lo idiota, pero ¿a qué muchachita, entre los 16 y los 20 años de edad, le va a divertir un nerd que solo había de montañas? Además -sinceramente- yo prefería irme de fin de semana a alguno de los volcanes que, a una fiesta, un sábado en la noche.

En una de esas ascensiones de fin de semana conocí a un grupo de guías de montaña profesionales de sea Seattle, Estados Unidos, quienes me invitaron a trabajar con ellos, ayudándoles a llevar clientes de Estados Unidos al Popo y al Pico de Orizaba.

En 1985, me invitaron como guía de montaña en Mount Rainier, que se encuentra en Washington, State. Ahí, tuve la enorme suerte de trabajar entre grandes alpinistas, veteranos de “ochomiles” del Himalaya y del Karakorum, de las grandes cumbres de los Andes y de Alaska, del Kilimanjaro, del Cáucaso o de expediciones en la remota Antártida. ¡Lo que aprendí al trabajar con aquellos grandes montañistas y expedicionarios no tiene precio!

Una cosa lleva a otra y México es un lugar extraordinario para casi todo tipo de actividades al aire libre: montañismo, escalada en roca, trekking, bicicleta de montaña, motociclismo, descenso en ríos en kayak o en balsa, kayak de mar, espeleología, ecoturismo, turismo cultural, etc. Viviendo en México y apasionado de la montaña, era muy difícil no dar un paso hacia otros deportes de aventura.

Las sirenas, simplemente ampliaron su repertorio. Así es que, poco tiempo después, empecé a trabajar para una compañía de Fairbanks, Alaska, organizando y guiando treks en México, en la Barranca del Cobre; viajes en kayak en el Mar de Cortés o entre las ballenas grises, en Bahía Magdalena; descensos en balsas por el Usumacinta y viajes en kayak de mar por los cayos del arrecife del coral de Belice, en el Caribe.

El lado fácil

¿Qué más podía yo pedirle a la vida? Veintitantos años, soltero y trabajando en lo que más me gustaba; ¡viajes exóticos y deportes de aventura! ¡Sí, sí, de acuerdo! No era yo precisamente millonario, pero me alcanzaba para invitar a alguna chamaquita o ir de juerga con amigos. Además, esa vida era perfectamente compatible con mi otra pasión: la fotografía. Así, comencé a colaborar con algunas publicaciones, mexicanas y extranjeras, especializadas en viajes y naturaleza. ¡Todo era miel sobre hojuelas!

Sin embargo, los viajes de aventura a veces nos deparan sorpresas desagradables. En una ocasión, explorando un sistema de ríos subterráneos en la Sierra Zongolica, estuvimos cerca de ser linchados en un pequeño pueblo de la zona cañera, cercana a Córdoba, Veracruz. Unas semanas antes de nuestra llegada, tuvieron lugar algunos secuestros de niños y mujeres en la zona. La aparición de unos desconocidos en una región donde jamás ha habido turistas, encendió alarmas.

Gracias a Dios, la policía municipal nos encontró antes que los habitantes del lugar. Como me explicaba el comandante a cargo: “Aquí, la gente primero tira el machetazo y luego hace preguntas”. Durante una muy larga, oscura y angustiosa noche fuimos llevados y traídos – sin saber de qué se nos acusaba, esposados y sentados en la caja de un pick-up entre cañaverales, huertas de zapote y distintas rancherías, mientras llevaban a cabo las indagatorias. Al pasar por un pueblo, una muchedumbre armada con palos, machetes y escopetas nos esperaba, bloqueando la calle y exigiendo que nos lanzaran al río con una piedra grande atada al cuello. Finalmente, ya casi al amanecer, todo se aclaró y la policía nos escoltó fuera de la comunidad.

En otra ocasión, sufrimos un terrible accidente en el río Usumacinta, en la frontera entre México y Guatemala. A pesar de estar a fines de diciembre, las lluvias seguían con la misma intensidad y frecuencia diaria, propias del verano, la época de lluvias. El río estaba muy crecido y cada día crecía más.

El penúltimo día del recorrido, al entrar en el altísimo y angosto cañón de San José, por donde corre el Usumacinta, un miembro de la expedición y yo fuimos succionados por un remolino, que por poco voltea nuestra balsa. El remolino me mantuvo debajo del agua por más de dos minutos hasta que, gracias a Dios, fui rescatado por un kayakista de nuestro grupo, en el último segundo.

Lamentablemente, el otro miembro que cayó al remolino conmigo no contó con tan buena suerte y no pudo ser rescatado a tiempo. Pero, los sustos no terminarían ahí; un par de horas más tarde y unos pocos kilómetros río abajo, el kayakista que me rescató fue succionado por un remolino aún más grande, que por poco se lleva a varios más. Cuando pudimos rescatarlo, el kayakista no presentaba signos vitales y se le dio resucitación cardiorrespiratoria, hasta que volvió en sí. Pero, esto es harina de otro costal. ¿En qué estábamos?

Hombre de familia

Finalmente, un día, una afortunada mujer se atravesó en mi camino y caí en sus encantos como piedra en barranco. Esto no hubiera sido mayor problema, sino fuera porque la susodicha afortunada me vendió la colosal idea de casarnos y… ¡Sí! ¡Se la compré! Entonces, y solo entonces, me di cuenta de que debía buscar algún ingreso extra a lo que ganaba como guía de aventuras o con mis muy esporádicas aportaciones fotográficas

¡Vaya! ¡Tenía que volverme productivo! Yo había estudiado la carrera de diseño gráfico y, de soltero, trabajaba como freelance sin horarios fijos, jefes, tómbolas, “vaquitas” u otras joyas del mundo oficinista para poder seguir con mis expediciones. Obviamente, ante el matrimonio y ser papá, tuve que madurar y optar por un trabajo con ingresos constantes y convertirme en un “gutierritos” más.

Me olvidé de remos, cascos, arneses y crampones para sumergirme en el mundo de la tipografía, logotipos, folletos, catálogos, carteles y revistas internas. Ni modo, el canto de las sirenas seguiría llamándome, pero solo podría atenderlo durante los fines de semana y días festivos oficiales. En fin, que llegaron los niños y la vida se volvió más sedentaria, más predecible, más rutinaria, sin embargo, gracias a la fotografía pude seguir combinando mi pasión por las montañas, los ríos, las selvas y bosques, con mi profesión.

Lo mejor es que, en varios de estos proyectos fotográficos, he podido llevarme a la familia, viviendo aventuras con mi mujer y mis hijos.

Así es como he publicado ya varios libros fotográficos sobre diversas regiones de México y del mundo, lo cual me permite seguir explorando y, a la vez, pagar la luz, el agua, el gas y el súper. Pero, como dijera John Muir, naturalista y filósofo escocés, padre de los Parques Nacionales y pionero del movimiento conservacionista, “The mountains are calling and I must go”. Hace un par de años decidí retomar la organización de expediciones y viajes de aventura, y así nació Terra Incógnita, Expediciones, un equipo de guías y profesionales del turismo de aventura.

En Terra Incógnita, Expediciones trabajamos directamente con organizaciones, porteadores, proveedores y guías de montañas locales, en diversos destinos en Asia, Norte y Sudamérica.

Así, apoyamos la creación de oportunidades y fuentes de empleo en las comunidades del Himalaya, los Andes, Canadá, Mongolia o el Karakorum, donde llevamos a cabo nuestras expediciones.

En fin, que estos son los malabares que hago en mi vida diaria: tomar fotografías, escribir, diseñar o editar libros, dar conferencias y organizar treks y expediciones al Himalaya, Canadá. Sudamérica, etc. Digo, porque de algo ha de vivir uno, pero sin dejar jamás de escuchar y sobre todo seguir el canto de las sirenas.

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