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Los Alpes: El paraíso del motociclismo

Los Alpes: El paraíso del motociclismo

La idea del viaje empezó dos años atrás, cuando un buen amigo Tony Chinery vino a México y quedó tan agradecido con la compañía que ofreció organizar un viaje a los Alpes.  Pasó un año y por una u otra razón –siempre tenemos excusas como el trabajo, la familia, el dinero– no hicimos nada para que el viaje se realizara.

Finalmente, hace un año, nos reunimos y tomamos la decisión de programar el viaje con doce meses de distancia, tiempo suficiente para que todos pudiéramos acomodar nuestras agendas y sobre todo, nuestras chequeras.

¿Por qué a los Alpes? La región de los Alpes está reconocida mundialmente como una de las mejores para el motociclismo recreativo, con parajes interesantes, vistas increíbles, mucha cultura y tradición motociclista, por lo cual ofrece amplias facilidades para disfrutar plenamente esta afición que nos une.

El proyecto

Durante varios meses nos juntamos para planear el viaje; en cada salida de domingo lo comentábamos y cada quien aportaba lo que conocía de la zona o lo que le gustaría conocer. Dado que Tony Chinery era el único que había estado varias veces en la región, fue el responsable de resolver el hospedaje y planear las rutas.

Al principio, había dos ideas para el viaje: una era sentar nuestra base durante una semana en alguna ciudad y desde ahí rodar todos los días, cambiando la sede para la siguiente semana. La segunda idea era no establecer base nunca; es decir, dormir cada noche en un sitio diferente. Optamos por la primera propuesta, ya que la segunda implicaba el inconveniente de tener que hacer y deshacer las maletas de las motos todos los días. Quedamos al final del viaje, muy satisfechos con la decisión.

Seis meses antes de la salida, compramos los boletos de avión, con el propósito de conseguir una buena tarifa. Si bien se logró ese objetivo, el responsable de comprar los boletos, Eduardo Lobatón, no es precisamente el mejor agente de viajes, por lo que nos llevó de la ciudad de México a Múnich en “solo” 22 horas de viaje, con una prolongada escala de seis horas en Madrid.

Cuatro meses antes rentamos las motos a través de un operador turístico (2 Wheeltravel), quien  consigue a los proveedores adecuados conforme a las características del viaje, el tipo de motos, etc. Pagamos un anticipo del 30% del importe desde México.

Dos meses antes de la partida, Tony Chinery reservó los hoteles para todo el viaje y estuvimos listos para disfrutar los preparativos.

Salimos el 22 de septiembre un grupo de cinco amigos con destino a Múnich: Andrés Martínez, Francisco García, Juan José Portilla, Rafael Villegas y Eduardo Lobatón. Tony Chinery, quien no vive en México, nos encontraría en Múnich, mientras Luis Guerrero, quien prefirió no sufrir las inclemencias de las largas escalas, viajó el día anterior.

Cada quien llevó su equipo para el viaje: traje, casco, botas, guantes, cámara, etc. Como había que viajar ligero y el equipo de moto ocupa mucho espacio en la maleta, ninguno documentó el casco y varios viajaron con la chamarra del traje y algunos incluso con las botas ¡Para un viaje de 22 horas!

Resultaba un grupo divertido, aquel, por la energía que proyectaba. Estábamos listos para 15 días de recorridos en moto, a través de algunas de las mejores carreteras del mundo para este fin. Por eso, aunque el viaje fue largo y cansado, también fue alegre y lleno de camaradería.

Cuando llegamos a Múnich ya nos esperaba Tony junto con un buen amigo alemán, que resultó ser instructor y organizador de viajes en motocicleta, Thomas. Nos recibieron en un camioncito y nos llevaron al hotel rodeando todo el centro de la ciudad, pues por suerte nuestro viaje coincidió con el October Fest, una de las fiestas más importantes de Múnich, durante la cual verdaderamente se satura la ciudad de visitantes de toda Europa.

Por dos semanas todo está absolutamente lleno, las calles cerradas. Las 24 horas reina una fiesta completa. Después de rodear la ciudad, finalmente  llegamos al pequeño hotel, simpático, manejado por una alemana oriental de mediana edad, quien parecía el único ser viviente del negocio, hacía todos los trabajos: el registro, mostrar las habitaciones, dar informes sobre la ciudad.

Después de registrarnos, de dejar el equipaje y organizarnos un poco, nos fuimos al October Fest, para lo cual nos enfrentamos al metro, el cual funciona increíblemente bien. Llama la atención que haya vagones muy viejos en perfectas condiciones y otros muy modernos, conforme a la dirección que se lleve.

Los boletos se compran para varios días y como esta sociedad funciona con base a la confianza, absolutamente nadie jamás nos solicitó los boletos por control.

Tratar de entender qué es esta fiesta de la cerveza, cómo funciona, cómo lo festejan, es complejo: ver esta sociedad tan controlada, tan organizada y ver luego a los alemanes inmersos en una verdadera romería gigantesca, en donde hay miles y miles de festejantes de todas nacionalidades, edades, etnias y aspectos, todos juntos y a merced de los diferentes fabricantes de cerveza, cada uno de los cuales monta una tienda donde reciben entre diez y doce mil clientes.

Dada la gran convocatoria y deseo de participar casi vocacional, hay que reservar el sitio con muchos meses de anticipación; solo así se logra tener derecho a una mesa con dos litros de cerveza por persona incluidos. Es una cerveza de producción especial para estas fechas, que se caracteriza por tener más grados de alcohol (16) de lo normal (5), con lo que los resultados son obvios y todo el mundo permanece bastante borracho.

Conocimos algunos alemanes que venían de otras ciudades a festejar; admiramos la habilidad de las meseras que cargan ocho o diez tarros a la vez; comimos nueces garapiñadas, en cucuruchos de papel y pretzels con sal de mar, calientes y muy ricos. Finalmente, regresamos al hotel en donde cenamos algo ligero y nos fuimos a dormir.

Una sorpresa

Al día siguiente, a las siete de la mañana, nos organizamos rápidamente y fuimos a Allround Auto u Motorradvermietung, la empresa en donde habíamos rentado las motos. Resultó ser una compañía muy pequeña, muy diferente a lo que todo el mundo esperaría encontrar: alta tecnología, sistemas e instalaciones vanguardistas y sofisticados procesos en el centro de la gran potencia económica que es Alemania.

Este pequeño negocio era un verdadero caos; su oficina, en gran desorden, demostraba que los tiempos mejores habían pasado, Solo el polvo y viejos papeles quedaban como testigos.

Tratamos de uno en uno de completar los diversos pasos que se nos solicitaban: llamábamos a los bancos para que certificaran el pago y todos los trámites engorrosos que hace mucho no sufrimos, gracias a la tarjeta de crédito y a la tecnología de ese sector.

En un momento estos dos alemanes estaban rebasados por los latinoamericanos y el sudafricano, que deseosos de arrancar, queríamos los requisitos resueltos de inmediato, situación que obviamente no se logró.

Pasaron unos largos momentos, quien lograba por fin concluir el proceso burocrático documental, salía del viejo edificio y se encaminaba al patio trasero, en el que había un tendejón de madera, sucio, húmedo, lleno de plantas que se entrelazaban con la construcción y quizás eran el único sostén de la misma. Junto a este cuarto estaban las motocicletas que llevábamos meses esperando ver, conocer y manejar. Estaban al sol, mojadas y confundimos esto con que se les había lavado. Desde luego no era así: el día anterior había llovido, estaban sucias y descuidadas.

Eran siete R 1200 GS en muy diferentes situaciones y estado. Había unas más nuevas, otras más viejas, otras mal cuidadas o que al primer vistazo parecían en buen estado. Por fin los siete habíamos terminado de firmar contratos, pagarés, responsivas, etc. y cada quien buscaba las placas que les correspondían a los documentos. Como era lógico, gastábamos bromas, nos burlábamos ante las caras de sorpresa de unos y otros al identificar lo que sería nuestro transporte y diversión las siguientes semanas.

Los alemanes no entendían bien qué pasaba y no acostumbrados a tanto ruido, se volvieron definitivamente intolerantes; esta situación empeoró, ante nuestras reclamaciones justas, todas ellas por las condiciones de las motos. El desacuerdo llegó en un momento casi a salirse de control, con lo cual el viaje mismo se hubiera afectado.

Pasaron unos momentos, y por fin ellos aceptaron que nuestras reclamaciones eran necesarias: cambiaron una batería, limpiaron una moto, ayudaron aquí y allá; luego procedieron muy formalmente a darnos la instrucción básica sobre el manejo del vehículo: cómo frenar, cómo arrancar el interruptor, dónde estaban las luces, etc.

Cuando alguno de nosotros preguntó cuál era el freno, terminó el curso rápido de manejo y control…

Salimos y nos formamos en una fila para sacar la primera fotografía del viaje, en grupo motorizado. Con motos que quizás no estaban perfectamente bien, era cierto, pero mecánicamente funcionaban y funcionaron todo el viaje a la perfección.

El peligro de la belleza

Nos fuimos a cargar el equipaje al hotel, que estaba a unas cuadras como lo había organizado Tony, y arrancamos en dirección a la ciudad que habíamos seleccionado como punto de acción en los Alpes, Seefeld, cerca de Innsbruck, en Austria. Como no había prisa, nos fuimos por la ruta más larga que encontramos para poder disfrutar de los paisajes, de las carreteras, y del buen manejo que se puede desarrollar en estos países, en donde el motociclismo es una cultura y el mantenimiento y la perfección de las carreteras es otra.

Cubrimos un recorrido bellísimo, entre bosques y con estas carreteras serpenteantes que siempre son un reto, no solamente en cuanto al manejo, sino también al peligro de no quedarse embelesado con la belleza de los lugares: la salida de cada curva nos mostraba una postal. Vimos muchos pueblitos en el camino, todos muy pintorescos y con la ventaja de que estábamos en muy buena época para admirar todo lleno de flores, muy arreglado como de película; son poblados limpios, muy bonitos, muy organizados.

Después de un rato, nos paramos en un pueblo muy pequeñito que se llama Kochel, frente a un lago. Ahí comimos el plato regional, un estofado de venado muy rico, y claro está, nos tomamos la foto oficial con la bandera de México, que traía Eduardo, al frente de todas las motocicletas. Hay que reconocer que si bien los mexicanos dentro de nuestro territorio somos muy críticos sobre la problemática que padecemos, al salir de nuestro país tenemos la bandera tatuada en el corazón.

Las casas eran pocas si consideramos que aquel era el equivalente a uno de los pueblitos latinoamericanos de orilla de carretera. Las casas están bien pintadas, son generalmente bastante grandes, y sus dueños las cuidan con esmero. El campo y todos los alrededores están perfectamente cuidados, con todo el pasto recortado, todo delimitado, la carretera no tiene un solo bache. De hecho, en 3,000 km vimos un solo bache, de unos 30 cm de diámetro y 7 cm de profundidad, que incluso estaba señalizado con un anuncio que colgaba a un lado.

En plena comida, cuando estábamos frente al lago, nos empezó a llover. Ahí comenzaba el verdadero recorrido. Nos pusimos nuestros trajes impermeables y arrancamos hasta llegar a Seefeld, que es un pueblo pequeño, que ha sido en dos ocasiones sede de algunas disciplinas de los Juegos Olímpicos de invierno, que tiene un gran nivel de cultura, una catedral muy bonita y que está muy bien preparado para poder atender a los turistas. Ahí nos registramos en un hotel bastante grande, con todas las comodidades, en unos cuartos muy agradables, cómodos y espaciosos, así terminó el primer día.

El siguiente día cubrimos un recorrido bastante extremo, de 400 km por la zona del Tirol. El tiempo era buenísimo, no nos cayó ni una sola gota de lluvia; salimos bastante tarde porque tuvimos que descansar a causa del jet lag, y luego nos organizamos mientras comentábamos todo lo emocionante que nos sucedía. Además, había que cargar las rutas en el GPS de Tony.

Como era de esperarse, nos perdimos porque eso es una parte importante de los viajes; no todo está programado, no todo está perfectamente resuelto. La extraviada fue perfectamente padrísima; los cruces de las montañas (o pasos), están llenos de curvas, en algunas no se puede ir a más de 30 km por hora porque son como ganchos, de casi 180° de regreso. Durante el primer día cruzamos entre seis y siete pasos, un recorrido espectacular con unas vistas asombrosas. Pareciera que todo está recién pintado, recién arreglado, casi recién maquillado y decorado. Las casas, los ríos, los taludes de pasto, los bosques al fondo. Todo es verdaderamente muy bonito.

Generalmente, al salir de cada uno de los pasos se llega a un valle en el que hay unas llanuras gigantescas o un lago, que en el invierno seguramente se congela, si no todo, sí una buena parte. Las vistas son como de postal, todo es verde, el cielo es completamente claro, no hay absolutamente nada de contaminación, ni en los ríos, ni en la tierra, ni en el aire. El agua de los ríos es completamente cristalina; salta a la vista que aquí hay una cultura y una conciencia para el mantenimiento de las comunidades, cuyo bienestar es muy importante. Ese mismo día tuvimos que planear nuestro trayecto al más famoso de todos los pasos: el Paso Stelvio, que está entre Suiza e Italia.

Niebla, lluvia y viento

Después de esperar un buen rato y con miedo a que se llegara la oscuridad, decidimos lanzarnos aún con lluvia hacia el paso. Esto exigió un manejo delicado, con mucha cautela ante unas curvas muy complicadas, con mucha inclinación. Hay que tener cuidado de los camiones y demás vehículos que van bajando por las mismas curvas, porque a veces ocupan los dos carriles.

Fuimos avanzando hasta que llegamos al paso en plena cima. Ahí estábamos a uno o dos grados centígrados; si a eso le sumamos la fuerza del movimiento de la moto, realmente el frío era muy muy intenso, aun cuando veníamos cubiertos con todo nuestro equipo, incluyendo los impermeables. Nos detuvimos allí, mirábamos hacia la carretera y la distancia.

Fotografiábamos los anuncios y la señalización del lugar, cuando nos empezó a nevar. Como estaba avanzando el día y no queríamos permanecer en uno de aquellos pasos con nieve y en la oscuridad, decidimos empezar el descenso por el otro lado de la montaña, una vez que adquiriéramos unos cuantos parches para las chamarras, calcomanías, camisetas, gorras y todos aquellos productos que nos harían recordar este viaje toda la vida.

Desafortunadamente, no pudimos comprarnos ningún souvenir porque las tiendas estaban todas cerradas, y supongo que aquello se debía en gran parte al muy mal tiempo. Empezamos a bajar y la situación se fue poniendo mucho más complicada: el tiempo se puso verdaderamente muy feo, lleno de neblina, con lluvia copiosa y un viento impresionante que llegaba por ráfagas.

Como estas no seguían una sola dirección, nos dificultaban el control de las motos. Las ráfagas llegaban de un lado e inmediatamente cambiaban al otro, de modo que el esfuerzo para contrarrestarlas y prepararnos contra el viento no estuvo nada fácil. En alguno de los momentos, como la mitad de la bajada, a Andrés un golpe de viento inclusive lo hizo girar 180 grados, así que en lugar de que su moto apuntara hacia abajo, la ráfaga lo dejó con la proa otra vez hacia arriba.

Afortunadamente, fue en la carretera, por lo que pese a la dificultad del terreno y de la situación, no pasó absolutamente nada, no sufrimos ningún accidente ni nada que lamentar. Cuando por fin logramos llegar abajo, entramos a un pueblito que se llama Livigno, que es mitad suizo, mitad italiano. Ahí obviamente nos metimos a un negocio para tomar café con chocolate y galletas con chocolate, para quitarnos el frío y poder fortalecernos para el regreso.

En el camino de retorno una vez más pasamos por una presa espectacular y un túnel larguísimo, sin embargo, este túnel no estaba revestido con concreto, como la gran mayoría de los que habíamos visto, sino que era como una caverna, como si nada más hubieran rascado en la piedra. Es increíble, impresionante pensar todo lo que se tardaron en horadarlo, pero lo más impresionante es que esta infraestructura tuvo sus inicios en el siglo XIX, en este clima tan adverso y sin la maquinaria que existe hoy en día. En definitiva, esta gente está acostumbrada a sobrellevar unas situaciones muy difíciles, y consigue a sobrevivir a ellas muy bien.

Al final decidimos tomar una autopista, porque después de la situación que habíamos vivido estábamos muy cansados y queríamos llegar a nuestro hotel, en donde se servían las cenas de siete a nueve. Llegamos exactamente a las 9:30, sin embargo, nos sirvieron la cena, lo cual es siempre el premio a un día de esfuerzo y dedicación.

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