El camino de Santiago de Compostela, donde los ojos parecen cansados, pero en cuyo brillo se refleja la fuerza que mueve al mundo.
El Camino de Santiago es un sendero de peregrinaje muy antiguo, que recorren los fieles de todo el mundo. Se compone de diferentes rutas: existe el Camino Francés, el del Norte, el Antiguo y el Aragonés, entre otros. Cada uno se diferencia de los demás en los paisajes, distancia, clima, cultura y dificultad. La ruta más transitada es el camino Francés, que comienza oficialmente en Saint-Jean Pied de Port, en Francia. Este último fue el que yo recorrí. Caminé un total de 790 km hasta la ciudad de Santiago de Compostela, en España, y otros 60 km hasta Finesterre (El Fin de la Tierra), que en mi caso, era el destino final.
Los motivos de una marcha
Tenía clara la razón por la que hacía el Camino de Santiago, lo que no sabía era qué me iba a encontrar en él. Primero que nada, recorrí el camino para agradecer por mi vida; por todo absolutamente TODO lo que he vivido, lo “bueno” y lo “malo”, que me ha llevado a convertirme en quien soy. También, era una forma de conocerme más, retando a mi mente a ir más allá con cada paso, a sabiendas de que iban a presentarse momentos difíciles, y quería ver como reaccionaba ante ellos. Para mi sorpresa, El Camino en todos los sentidos me trató muy bien, y mi cuerpo se portó como esa gran máquina que es: se adaptó y se volvió más fuerte con cada paso que daba. Mi mente me mantenía empujándome siempre hacia adelante, sin vencerse, mantenía la fuerza y una actitud positiva, que ayudaba a quien no la tenía o lo olvidaba por un momento.
El Camino se vive como un espejo de la vida. Se dice que “El Camino te da lo que necesitas”. En el momento en que subí al avión me dije que El Camino ya había empezado y que estaba totalmente abierta a cada una de las experiencias que me tocara vivir durante mi travesía. Cuando arribé a Madrid mi maleta no llegó conmigo y no sabían dónde estaba. Respiré profundamente. Sólo me quedaban las botas con que iba a caminar y mi bolsa de mano. La aerolínea me respaldaba con exactamente 100 euros para mis gastos y necesidades de los siguientes 21 días (sí, 100 euros) mientras aparecía mi maleta. Fue una prueba maravillosa el no seguir alimentando cada uno de los pensamientos acerca de mi equipaje, de cómo le iba a hacer y cuándo empezaría; en vez de ello mejor disfruté lo que sí podía vivir en esa hermosa ciudad, simplemente permitiendo que pasara lo que estaba pasando en ese momento, sin pelearme, porque al final la guerra era conmigo.
Este tipo de actitud era un cambio de 180 grados respecto al control y planeación que muchas veces había querido mantener a lo largo de mi vida. Algo que me ayudó mucho entonces y más adelante –mientras caminaba nombré a estos fenómenos “Ángeles del Camino”– fue que gracias a que me recibió un buen amigo que estaba cursando su maestría allá, realmente no había nada qué hacer excepto disfrutar la vida madrileña como estudiante y turista. Decidí fijarme una fecha límite como “plan B” para esperar la maleta, y si ésta no llegaba compraría todo de nuevo para empezar el camino. Antes de que se cumpliera la fecha límite del “plan B”, me contactaron de la aerolínea para decirme que habían encontrado la maleta y que venía en camino.
Creo que cuando se recorre el Camino, lo ideal es irse solo.
Desde el primer momento en que iba subiendo la calle de Saint Jean Pied du Port, ya en Francia, me llamaron unos muchachos que estaban esperando que abrieran la Oficina del Peregrino, para decirme que en ese lugar era donde empezaba todo, y que debíamos registrarnos oficialmente como peregrinos del Camino de Santiago. Ellos también estaban recién llegados, igual que yo, y como las cosas no son coincidencia, durante el camino ellos fueron durante muchos días el grupo con el que caminé.
Un día después, estábamos todos concluyendo nuestro primer día de caminata, en la Misa del Peregrino, en Roncesvalles, España. Esta misa se oficia en muchos idiomas, deseándonos a cada uno de nosotros un Buen Camino y protección. Éramos dos mexicanos, dos italianas, dos alemanes y tres españoles, uno de los cuales iba en bicicleta y decidió durante cinco días caminar con nosotros, hasta que supo que era momento de subirse en su bici y empezó a pedalear.
Ángeles del camino
Hay alberges exclusivos para peregrinos a lo largo de todo el trayecto. Estos albergues empujan de alguna forma a siempre seguir hacia delante, ya que el viajero no puede quedarse más de una noche en el mismo lugar. Todo el camino está señalado con flechas o conchas amarillas, por eso no es fácil perderse y si sucede que se toma un camino equivocado, de la nada aparece alguien que orienta al caminante hacia el correcto sin siquiera preguntarle. (Otro ángel del camino).
Levantarse bastante adormilado, arreglar la maleta, preparar los pies y piernas con cremas, llenar la cantimplora, estirar los músculos y reunirse con su grupo para empezar la marcha. Así es como comienza la etapa. Ver el siguiente pueblo a unos diez o doce kilómetros para tomar un rico café con leche (o desayunar o…) y seguir caminando para llegar a comer y disfrutar una deliciosa cerveza en el pueblo elegido. Hay quien conservaba la energía y seguía caminando. Yo estuve bien con la cerveza y había dejado entre 25 o 30 km detrás de mí. Hubo pocos días que caminé 35 km. Revisar las ampollas de los pies, estirarse, lavar la ropa, siesta, charla, disfrutar, así termina normalmente el día.
El cuerpo se adapta, la mente se supera, el ser se expande y uno se convierte en el camino, los paisajes, los pájaros, las carreteras y las personas. Cuando se le camina paso a paso, se necesita toda la fuerza y la voluntad para seguir andando.
Los primeros días no sólo es un autodescubrimiento de tus actitudes sino también de tu cuerpo, y es importante observarte y darte cuenta a qué horas funcionas mejor, con cuáles alimentos, con qué ritmo, cómo cuidarte e hidratarte. Es muy importante caminar siempre a tu propio paso, aunque vayas con un grupo, ya que si vas más rápido de lo que te permite sentirte cómodo, te cansarás en exceso y te lastimarás; si vas más lento, simplemente vivirás mucha incomodidad.
Una experiencia de las más bonitas que viví en uno los albergues fue en un pueblo que se llama Tosantos, en el que la verdad no hay casi nada, pero para mí ese lugar tenía una magia extraordinaria. Unas cuantas casitas, una iglesia, un restaurante, una ermita donde hay una virgen a la que llevan de la ermita a la iglesia y de regreso dos veces al año.
En este pueblo está el albergue parroquial donde aceptan sólo a 30 peregrinos. Los albergues parroquiales representan una experiencia diferente a la que suele vivir el peregrino moderno, y nos acercan más a la peregrinación antigua. En este albergue todos ayudábamos, ya fuera a cocinar, poner la mesa para 35 personas o lavar los platos. Al atardecer celebramos una ceremonia en la leímos las peticiones de los peregrinos que iban delante de nosotros.
Por la mitad del camino se llega a una parte donde el paisaje es monótono. Ahí viene otro gran enfrentamiento con esos demonios internos: por un lado todo el cuerpo duele y a estas alturas ya se han curado algunas ampollas, por otro, falta bastante para llegar al destino, y por último pasan muchos kilómetros sin que el paisaje cambie, es una parte dura del camino, sobre todo en verano por el calor y el sol.
Después de unos días llegué a la Cruz de Ferro. Hasta ese sitio hay que llevar desde la propia casa una piedra, la cual se deja en la cruz, simbolizando el dejar atrás lo que pesa en la propia vida, y también como una ofrenda para pedir la protección divina del peligro del camino. Hasta antes de llegar a tirar mi piedra no sabía exactamente qué era lo que había estado cargando tanto tiempo, y aunque me había hecho historias de lo que podía soltar, fue exactamente cuando llegué ahí que me di cuenta del peso que había estado cargando por muchos años, y que no sabía ni cuando había empezado esa historia en mi cabeza.
Cuando bajé de la Cruz, me encontré con un venado que pasó varias veces frente a mí, por un momento, donde no había nadie más que yo, y poco después descubrí el arcoíris más bonito y completo que he visto en toda mi vida y además, era doble. Algunos meses han pasado desde que dejé mi piedra y siento que el peso que dejé ahí no lo he vuelto a cargar.
Al otro día, cuando iba saliendo del albergue en Ponferrada a las seis de la mañana, un muchacho me preguntó que de donde venía, y así fue como elegí al segundo grupo con el que llegué hasta Finesterre. En este nuevo grupo sólo habíamos dos extranjeras: una australiana y yo, todos los demás eran españoles. Ellos también, sin conocerse antes, habían empezando desde Saint Jean Pied Du Port, pero unos días antes que yo, y ahora los estaba alcanzando.
Cuando llegamos a Santiago de Compostela era una sopa de sentimientos encontrados, por un lado, en teoría teníamos que estar felices por llegar al destino, pero la realidad era que todos estábamos en un estado de shock y negación. En la Catedral de Santiago, asistimos a la Misa del Peregrino; la tradición es visitar la tumba de Santiago y abrazar su estatua, pero como estaba tan lleno el recinto, antes de seguir caminado, me fui temprano abracé a Santiago como se debe.
Salí de Santiago hasta Finesterre; ahora sí, se sentía como el cierre del camino. Al pensar que iba a emprender el sendero sola, decidí llevar algo pequeño de los míos que ya murieron y de los que aún vivimos, para que recorriéramos el camino como lo hemos hecho en esta vida, y juntos “tirarnos” al mar. Ésta era la bolsita más preciada que llevaba a todos lados conmigo.
En Finesterre la idea es quemar las pertenencias que uno llevó en el camino, y que representan la vida que uno deja atrás como acto de purificación y renovación. Lo ideal es llegar al atardecer para que el sol marque su camino reflejado en el mar, como si tu camino continuara en espíritu. Por último hay que meterse al mar dejando pasar nueve olas representando el renacer a la nueva vida.
Aprendí que todo aquél que recorre El Camino es gente que lucha, que somos personas sociales aunque queramos ser independientes. Me di cuenta que por más que te importe alguien, tienes que cuidarte primero tú, porque si no estás bien no podrás ayudar a otro, y si lo quieres “cargar” no avanzarás más que unos pasos; lo máximo que podrás hacer por otro es ayudarle quitando un poco de peso, darle compañía y ánimo, pero cada quien tiene que recorrer su propio camino.
Viví lo importante de ir ligeros de peso por la vida, porque mientras más lleves más te lastimas y será más difícil el camino; a disfrutar con lo poco que se puede vivir feliz y a no quedarme en el mismo lugar en la vida. Siempre tienes que seguir. Pero lo más importante que aprendí, es que la magia y los milagros de la vida se viven en las cosas ordinarias.