José Espinosa.
Hace unos meses regresé de una expedición a la que defino como un “Viaje de Vida”: México-Ushuaia, en dos ruedas. Supe cómo empezó esta aventura, y jamás imaginé, cuándo y dónde terminaría esta vivencia que ya no cambiará ningún suceso del futuro. Una prueba a la que, por ciertas condiciones personales, dudé que pudiera superar. Una exigencia que llevó mis capacidades al máximo, conquistando mis limitaciones y descubriendo mi interior. Un agradecimiento a la vida por haber llegado.
A fines de noviembre de 2007, por invitación de Francisco García, partí con un grupo de nueve pilotos; nuestro destino, la ciudad más austral del globo, en una tierra también conocida como el fin del mundo. Una meca para los motociclistas de aventura… Si está uno dispuesto a pagar el precio y a superar las pruebas que el destino va presentando. Como presea, somos testigos de una riqueza cultural única, así como de una tierra donde cada uno de los elementos de la naturaleza muestra su indescriptible fuerza y furia. Las huellas que imprime a su paso, alterando el paisaje, confirman lo pequeños que somos ante esta inmensa creación.
“…nuestro destino, la ciudad más austral del globo, en una tierra también conocida como el fin del mundo…“
Este viaje era totalmente diferente a los anteriores: la adversidad era el ingrediente que un día tras otro, a cada uno de nosotros, nos cuestionaba o nos frustraba de manera ingeniosa y certera nuestra determinación de conquistar las todavía distantes Tierras del Fuego.
Como resultado de estos puntos y comas en el camino, le di un nombre a esta constante de la vida, que bauticé como “Murphy”, lo que me permitió dirigirme a alguien en primera persona, con el beneficio de liberar mi espíritu frustrado; dependiendo de la gravedad de cada contratiempo, a los cuatro vientos invocaba a este personaje, recordando a su progenitora. Ya encarrerado arremetía contra alguno de sus congéneres, traduciéndose aquel rito en una liberación de emociones, en risa y humor para el viaje.
Cruzamos Centroamérica rápidamente, sin percances considerables. Continuamos nuestro descenso desde Panamá a Colombia por avión. Colombia demostró ser un territorio que demandaría lo mejor de cada uno de nosotros. La incertidumbre reinaba cuando, por la ineficiencia de la empresa transportista, perdimos unos días preciosos. Éramos diez pilotos desesperados por reanudar el viaje a nuestro lejano destino.
Esta tierra andina comenzó a mostrar sus cordilleras de infinita belleza, cuando los lugareños nos advirtieron que no circuláramos de noche. Nos previnieron contra los temidos Tracto-Mulos, que como aves de presa, al principio del ocaso se convierten en reyes y señores de estas pequeñas carreteras; a escasos minutos de transitarlas, entendimos a lo que se refería la gente de la comarca: esos mutantes de tráiler, que más bien semejan mulas por su agresivo, arrollador e inconfundible estilo de manejo, no se interesaban por los propósitos de estos diez chilangos con aires de aventureros: simplemente nos veían como un obstáculo más que ignorar, sin importarles si acabábamos a miles de metros en el fondo del acantilado.
Llegamos luego a unas tierras donde era necesario demostrar todas y cada una de nuestras habilidades en dos ruedas. Tres compañeros y yo salimos rumbo a Medellín. Era un trayecto que iba a durar de cinco a seis horas. Pero terminó en diecisiete.
Durante el recorrido, cada cual sorteaba los rebases a su propio juicio, y se produjo un caos vial en medio de aquellas montañas, lo que auguraba una larga noche en un terreno árido e inhóspito para nuestros cargados corceles de acero.
Cada máquina mostraba el evidente abuso al que estaba siendo sometida. A dos semanas de la partida, este escenario fue la antesala que el destino escogió para dar fin abruptamente a mi viaje en grupo.
Al día siguiente, encontrándome en el lugar y tiempo equivocados, a escasos kilómetros de cruzar la frontera con Ecuador, sin advertencia alguna, Blackie (BMW R1150GS Adventure), se puso en huelga. Quedé varado en medio de la nada, ignorando cuál era la falla mecánica. El simple acto de escuchar un ruido en el motor, carente de tracción, no era un buen presagio. Ubicado en la región más peligrosa de Colombia, me vi forzado a despedir a mis compañeros. Ignoraba en qué iba a terminar esa mala broma del destino… Fue un momento ideal para practicar mis injurias y maldiciones al bromista de Murphy.
Como en el juego de serpientes y escaleras, tuve que regresar casi mil kilómetros: Remolqué a Blackie durante dos días de viaje con la ayuda de mi ángel del camino, Tiberio Jaramillo.
Desorientado, sin saber qué hacer, recibí las refacciones enviadas desde México por mis ángeles técnicos, Pasquel y Báez. Después de ocho días de terapia intensiva y una cirugía mayor, esta guerrera germana estaba en condiciones de reanudar el viaje, cuando mis compañeros ya se encontraban a varios miles de kilómetros al sur.
Me hice múltiples llamados a la sensatez: la idea de viajar solo no era un principio bienvenido en aquellas tierras. Con votos de humildad, escuché a Tiberio, quien es considerado un gurú del motociclismo en estas latitudes. Él compartió conmigo su experiencia: sugirió la manera adecuada de viajar por estas tierras, a lo que accedí. Este colombiano con aires de emperador de Roma, a quien me refería como Tiberio César Augusto, o simplemente como agente aduanal, tomó muy en serio su papel de protector, requisando trece kilos de equipo, al que definí como “apegos” (casa de campaña, sleeping bag, los famosos ¡por si acaso! y demás cursilerías), desde este momento comencé a escribir mi propia aventura.
Colombia fue una experiencia única: la circunstancia de viajar solo me abría las puertas a otros motociclistas, gente que por tratarse de un mexicano, se desbordaba de atenciones y gestos que dieron una riqueza única a mi viaje. El destino enviaba a mis ángeles por adelantado de las maneras más insólitas, gente que me ayudó a cruzar su país, traduciéndose en una cadena de personas en espera de mi arribo, un gesto que se repitió en otros países. Estar en medio de la nada, en un rancho remoto, invitado por unos motociclistas, en la región de San Luis, comiendo carne a la llanera y escuchando mariachi, es una experiencia indescriptible. Toda esa alegría y ese calor humano empezaron a darle un sentido a este quiebre del camino.
Ecuador fue el responsable de enviarme a Iván Arango y Carlos, dos motociclistas colombianos, amigos de Tiberio, que sabían de este solitario aventurero. Sugirieron un cambio de ruta: bajar por la costa, una atractiva propuesta, que se tradujo en cinco interminables días de lluvia, caídas, rines doblados y demás sorpresas. Al fin fuimos rescatados por Juan Carlos Palacios, quien nos enfatizó que habíamos cruzado por el lugar más desangelado y peligroso de Ecuador. Este ángel se encargó de mostrarnos las riquezas de su país: nos apegamos a sus sugerencias y dejamos al lado nuestra fallida iniciativa. Me despedí de su tierra con una sonrisa en el corazón, una de tantas muestras de camaradería entre los propietarios de las BMW.
De nuevo solo en el Perú, fui testigo de nevadas, desiertos, vientos y una lista infinita de climas extremos, participé activamente en cada uno de ellos, llevándome al constante cuestionamiento de cómo puede existir vida humana en estas desoladas tierras. Mi única manera de dar fe de estas condiciones de vida era la fotografía. Querer nmortalizar cada fenómeno, a la gente y sus costumbres, me llevó a tomar miles de fotografías convirtiéndose en un eslabón. Al final de cada jornada revisaba las imágenes, y mis incrédulos ojos afirmaban mi presencia plasmada en una diminuta pantalla.
A Perú lo denominé el país bipolar, el país de los contrastes. Tierra de una riqueza gastronómica única, que me llevó a practicar un pecado capital bien justificado: “la gula”. Tierras que demandaron gran parte del buen estado en el que se encontraba mi querida Bkackie, que sufrió varias caídas. Los interminables desiertos arrullaban mi camino invitándome al sueño eterno, un llamado al que sucumbió un mes antes mi compañero de expedición Juanjo, quien dio fin a su viaje con múltiples fracturas. Este episodio fue el responsable de mantenerme en constante vigilancia, haciéndome múltiples llamados a la cautela. Conquistando a mis propios demonios, como recompensa descubría lugares fuera de todo contexto o verosimilitud.
Soroche (mal de altura) es una palabra común por estos lares: se manifiesta en altitudes de entre cuatro y cinco mil seiscientos metros sobre nivel del mar. No había manera de anticipar los efectos: náusea constante y malestar estomacal que convirtieron la carretera en una danza de imágenes que impedía una conducción congruente.
Claro que mi corcel de acero, ajeno a estas alturas, mostraba problemas de combustión, los que se asemejaban más a un alto total en estas inmensas cordilleras de los Andes. El premio de esta día fue ver salir a los niños de sus chozas, en medio de una tormenta de nieve. Curiosos, trataban de entender y descifrar el atuendo de este solitario viajero.
Escuché a un motociclista referirse a los desiertos chilenos como “infames e interminables carreteras de la muerte”. Los automóviles que se accidentan por estas tierras se quedan abandonados a merced de este calcinante y gélido territorio, convirtiéndose en mausoleos perpetuos. Junto a ellos se edifica un pequeño nicho con flores, tétrico recordatorio a los que nos aventuramos a transitar estas carreteras.
El desierto tiene sus propias reglas, tiene el control total de estas latitudes. Tal vez se siente azorado al ver cómo estos insignificantes y diminutos granos de arena engullen a una majestuosa y soberbia montaña. Humilde y respetuoso, pido permiso para cruzarlo. Se trata de “ejercicios de la psique para no sucumbir ante el tedio de estas tierras”.
La gastronomía tenía un nicho importante en mi viaje: inapreciables momentos de descanso, evaluación del día, y planeación de ruta. Iquique, Chile fue el escenario que Murphy escogió para llevarme a la total miseria, enfermedad y rompimiento interior. Los locos, unos moluscos semejantes al abulón, se consideran un manjar, sólo se encuentran en estas costas, y efectivamente son una delicia al paladar, pero uno de estos bichos fue el responsable de que contrajera salmonelosis.
La enfermedad hizo su aparición en el lugar menos indicado, en pleno desierto donde todo es sal, incluso se le huele en el aire, territorio de los famosos “Pueblos fantasmas”, testigos de lo feroz y abrasiva que resulta esta tierra, con sus regiones petrificadas donde el solo respirar requiere de una estrategia. El imponente viento y la arena que éste transporta me llevan a una inclinación de 45°. Todo a mi alrededor es un espejismo, un continuo baile de la carretera que me fuerza a hacer alto total. ¿Qué será real? ¿Qué será resultado de la fiebre? … un seco calor de 37°, y estoy tiritando de frío. Aún faltan 300 Km por recorrer…
En el Desierto de Atacama, Chile, sentí los síntomas de la salmonelosis, sin embargo me estimulaba el recorrido por aquellas tierras, saturadas de sal, con sus climas extremosos, entre montañas que no se ven en ninguna otra región. Un mundo todavía intocado. Los argentinos siempre están prestos a brindarle ayuda al viajero. Aunque sea con una voz de aliento:“¡Ánimo, Gaucho!”. Por tratarse de un mexicano que además viajaba solo, se mostraron aun más cordiales y hospitalarios: me agasajaban con sus pródigos asados tradicionales, que siempre se escanciaban con el afrutado vino Malbec. Para entonces, mi trayecto se había convertido en un constante zigzagueo entre Chile y Argentina, lejos de las grandes urbes. Es aquélla una región donde abundan los lagos, mas ello no aminora su naturaleza inhóspita, dominada por los glaciares. La escasa población vive de sus recursos naturales, como la pesca. Desde los países más lejanos llegan los aficionados a este deporte. Allí pude tomarme por fin un descanso.
La ruta del viento
Llegué a la temida ruta 40, donde los vientos oscilan entre los 100 y los 150 Kilómetros por hora. En su terracería pedregosa e inestable, innumerables motociclistas acaban su ventura con fracturas múltiples y con sus equipos despedazados. Otros, con peor suerte, pierden la vida en el intento de conquistar la ciudad más austral del globo.
“¿Qué hicieron mal?”. Siempre llegaba a la misma conclusión: “Son tierras donde el viento manda, y en un instante puedes ser otro papalote sin dirección ni control”.
A mi paso, incontables coches y tractocamiones con todo y remolque reducidos a fierro torcido y oxidado, sin que su peso o sus dimensiones les hubieran valido de algo. Esta tierra feroz me ofreció, sin embargo, un fenómeno solo posible en aquellas condiciones: el viento convierte al cielo en su bastidor y a las nubes en un interminable mural que en minutos cambia de formas, texturas y colores. Quien contempla este prodigio llega a dudar de su cordura o de su existencia misma.
Hacia la última ciudad
Otro de los secretos de aquellas regiones es el rey de los glaciares, el “Perito Moreno”, que intimada a cualquier ser humano, incluso al más familiarizado con estos monumentos naturales. Sus incontables rompimientos estremecen y fascinan a los viajeros. Reanudé el camino, los vientos demandaban todo mi esfuerzo y mi concentración. Con Blackie en un ángulo incongruente de 45 grados, mi descenso a Ushuaia se volvió torpe y perezoso; el frío se alió con el viento, convirtiéndose en mis mayores adversarios. Mi atuendo perdió toda armonía con tal de protegerme de las temperaturas bajo cero.
El más diminuto punto que se expusiera al frío hubiera podido forzarme a parar, ante los efectos claros de la hipotermia. Me habían advertido que las primeras nevadas ya habían llegado. Después de cuatro meses y medio, una interminable lista de sucesos y aventuras, Ushuaia se dejó conquistar; ahí me recibió Óscar, el responsable de monitorear el trayecto y orientarme en mi última etapa.
A pesar del agotamiento, las condiciones deplorables en que llegó a la meta mi máquina, exigían que me ocupase de las reparaciones urgentes. Me negaba a darle fin a esta aventura: tras un par de días de terapia intensiva, decidí que no iba a dejar inconclusa la última etapa de la expedición: partí de Ushuaia con dirección al norte, hacia los glaciares, y a los territorios áridos, Bosques petrificados, pingüineras y vida marina eran lo que buscaba en aquellas tierras, cuyas carreteras, a merced del viento, son auténticos mausoleos de fierro retorcido. Allá el menor descuido significa hallarse repentinamente tirado a muchos metros de donde transitaba, intentando entender qué sucedió.
Después de más de tres mil kilómetros de rectas con múltiples caídas, dejé atrás a la Patagonia, la Tierra del Fuego, que los elementos marcan con heridas y cicatrices.
Llegué a Buenos Aires, que me pareció extraña entonces. Ahí me reencontré con Iván, el motociclista que conocí en El Ecuador. Decidimos visitar al vecino Uruguay. Brasil significó dejar atrás a la lengua española, que me había acompañado durante todo mi recorrido hasta entonces. El gigante me recibió con su rica mezcla de razas y culturas fruto de la infinita gama de migraciones que le dieron origen. Juventino me invito a recorrer una pequeña fracción de su tierra, la provincia de Minas Gerais. Después de un par de errores críticos, debido a cansancio crónico y conducción mediocre, da fin mi viaje en Río de Janeiro, a seis meses de haber partido.
Una expedición en grupo que se planeó al detalle; sin embargo, el destino se encargó de hacer cambios y alteraciones que jamás imagine, aventuras y tropiezos que, día a día, ponían a prueba mi determinación, y como premio a ello.
¡Tuve la fortuna de conquistar la ciudad más austral del mundo!