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Sudáfrica, la nación arcoíris

Sudáfrica, la nación arcoíris

Conocer a los lugareños y platicar con ellos, es tan fascinante como admirar la vida salvaje en una excursión por el Parque Nacional Krueger. Olas de niños y adultos, sonrientes y amigables; serviciales empleados en las estaciones de servicio, siempre dispuestos a la charla; un viaje en que hallará una gente a la que le entusiasma conocer motociclistas, y le dará la sensación de que es más que bienvenido. Disponemos de planes como el Medio Oeste, el recorrido por las colinas, montañas, selva tropical, bahías, surfing salvaje, paisajes, pueblos vívidos… Todo ello, y mucho más, plasma a la “Nación Arcoíris”, como la bautizó Nelson Mande-la; sin duda, es un lugar del que uno se enamora.

El descubrimiento personal

Mientras volaba desde Cape Town hacia Europa, mis pensamientos se remontaron al país que acaba-ba de abandonar, y recordaron cómo empezó todo aquello. Hace unos dieciséis años, Werner Wachter, el dueño de Edelweiss Bike Travel, me ofreció un puesto como explorador y guía de viajes, en un sitio donde nunca había estado antes, un país sobre el que me habían enseñado en la escuela, pero que jamás había tenido la oportunidad de visitar, y el cual siempre me había resultado fascinante: Sudáfrica. Con los ojos abiertos y bien dispuesto para lo todo lo que había de venir, partí hacia Johannesburgo en noviembre de 1996, para tachar otro sitio pendiente en mi mapamundi personal.

Después de tres días de buenos trayectos y de recabar toda la información disponible, terminé en un sitio donde viví una experiencia crucial, que me impresionó hondamente.

Mi destino final era la pequeña granja B&B, que se emplazaba entre la flora de las colinas del territorio Zulú.

En cuanto entré en su patio, un joven africano tomó mi equipaje de la motocicleta; me explicó que ni el dueño ni su esposa estaban en ese momento. Me condujo a la terraza, me ofreció una cerveza y se retiró.

A solas con mis pensamientos, las impresiones me abrumaban; miré cómo el sol se ponía entre las colinas, y coloreaba las aguas de la distante represa en rosa y azul. Mi mente evocó la película África mía (1985), de Sydney Pollack, con Robert Redford y Meryl Streep: los matorrales, el canto de las ranas, grillos y cigarras; el susurro del viento que en los árboles. ¿Qué más necesitaba para contagiarme del “gusanito” de Sudáfrica?

Y así fue: estaba contagiado, y muchos años después, sigo así. Es más que eso: estoy enamora-do. Hay tantas anécdotas que contar, tanta gente que he conocido y tantos amigos que me he ganado… Como guía de estos tours a través del país, encontré mi segundo hogar.

Me regocija observar los avances sociales, económicos y políticos de esta nación, porque los sudafricanos demuestran que siguen el camino correcto.

A las once de la noche sale el vuelo de Frankfurt a Johannesburgo. La metrópoli del oro es una ciudad floreciente y menos problemática de lo que dice su reputación. Una de las atracciones turísticas es Soweto (South Western Township). Se le consideraba una región insegura, pero gracias a un cúmulo de esfuerzos, se convirtió en un destino muy solicitado por los turistas de todo el orbe. Los nombres famosos como Nelson Mandela, Bishop Desmond Tutu, Winie Mandela, Héctor Peterson, entre otros, le han conferido celebridad a Soweto.

Lo primero que mucha gente pregunta es: “¿No es peligroso ir allá?”. No lo es, el guía en el minibús probablemente sea nativo de la región, y se sentirá orgulloso de mostrar su terruño.

La algarabía del safari

Pero en cuanto se deja “Jo’burg”, todo cambia. Una vez que se va más allá de la resplandeciente mina de oro, se experimenta la sensación de que se recorre el Medio Oeste de los Estados Unidos: colinas ondulantes, planicies interminables que se pierden en el horizonte, campos de maíz y trigo, pastizales semejantes a una postal. Lo que dice el refrán, “todo el mundo en un solo país”, se de-muestra durante el día: el Medio Oeste se transforma en Pensilvania con sus minas de carbón, y luego las bromelias  y los matorrales le dan al viajero un primer atisbo de las malezas africanas.

Luego, la transición prosigue: en la salida, a la mañana siguiente, a través de las áreas forestales, le impactará la “Ventana de Dios”. Ahí puede  sufrir un déja vu, si está familiarizado con la película Los dioses deben estar locos (1980), de Jamie Uyz; mientras  usted contempla desde las alturas el distante Parque Kruger, recordará el sitio aquél desde donde el nativo de la película arrojaba la botella de refresco de cola sobre el promontorio rocoso. Entonces podrá com-prender la idea que aquel personaje tribal tenía del “límite del mundo conocido”.

Por la mañana, en el Parque Nacional Kruger, empezó a ex-tenderse una especie de algarabía de safari. Todos estaban entusiasmados por echarle aun-que fuera un vistazo a las cinco grandes  especies de Sudáfrica, conocidas como Big Five: leopardo, león, elefante, búfalo y rinoceronte. Pero eso no es un deseo que se pueda complacer como una orden de babooti, el platillo típico, en un restaurante africano. Usted tiene que experimentar. En su recorrido a través del parque, cada arbusto, cada rincón, puede revelarle una sor-presa. Usted podría ver un búfalo en lontananza, pero pasaría por alto a una jirafa que se hallara muy próxima al camino. La mayor de las emociones es avistar un leopardo. Es como ganarse el premio mayor.

Más allá de la frontera, una vez  en Swazilandia, se adentrará profundamente en el África que solemos imaginarnos: chozas de arcilla en armonía con las colinas circundantes, una multitud de niños en edad escolar y de mujeres que marchan a un lado del camino, de regreso a sus casas cargados de leña sobre sus cabezas. Pero en cuanto escuchan a las motocicletas que se acercan, saludan. Enseguida se ponen a cantar y a bailar como si se les pagara por entre-tener a los viajeros. Hay unos pequeños puestos junto al camino, en los cuales se ofrecen las artesanías locales; hay que detenerse para comprar alguna. Las mujeres swazi venden unos utensilios que fabrican con jabón, piedra o madera. ¡Cuántas posibilidades de obtener suvenires!

Tierra de guerreros

Zululandia, la tierra de los herederos del legendario rey Shaka, cuenta con excelentes caminos para el motociclista. Una red de largos caminos se extiende a través de las interminables planicies, atraviesa las ondulantes colinas y conduce hasta Shakaland, la aldea cultural del pueblo zulú. Un joven guerrero nos presenta la forma tradicional de vida de los zulúes, arroja su lanza y ofrece un trago de cerveza zulú. Los tambores nos llaman para el espectáculo de danzas zulúes. El sonar de los tambores lo trasladará muy lejos, el ritmo de los pies danzantes que golpean el piso de arcilla, en la “Cho-za Mayor”, aunado al canto melodioso de los guerreros y de las doncellas, resuena en sus oídos hasta que le adormecen entre las paredes redondas de la choza.

Cambio de escenario: a través de la costa nos topamos con Salt Rock. Antaño, ahí los zulúes buscaban la sal, hoy los surfistas buscan las olas. ¡Vaya un gran surf y vaya una gran playa! Como en una montaña rusa, la carretera se enrosca a través del Valle de Thousand Hills, y de la región conocida como la “Tierra de la caña de azúcar”, hasta que termina la jornada en Warthburg. El hotel, que erigió originalmente un alemán, no ha perdido su encanto europeo.

Durante nuestro recorrido a través del oeste, nos detuvimos brevemente en Pietermaritzburg, para visitar el monumento a Mahatma Gandhi. Fue en Sudáfrica donde este hombre extraordinario empezó su batalla contra la discriminación racial, después de que lo obligaron a abandonar un tren, pese a que tenía un boleto de primera clase.

Durante las siguientes horas, rodamos por las montañas Drakensberg. En la región fronteriza con Lesoto, las montañas saludan desde la distancia, ásperas y heladas, pero hermosas, inigualables. Todo el camino a través de la región de Transkei se mantiene en altos niveles: serpentea suavemente a través del paisaje, entre casas pintorescas que parecen salpicar el pasto. Los rebaños de ovejas, vacas y cabras marchan a los lados de la carretera de tránsito lento. Pasamos a una gasolinera en Umtata, justo antes de llegar al hotel. Esa estación es igual a todas las demás: cada despachador chifla y agita sus manos para atraer a la clientela hacia “su” bomba. Aquello parece una competencia. “Hola, ¿cómo está usted?”, le dicen con una gran sonrisa, y la charla empieza al instante. Incrédulos, ellos examinan el velocímetro y tratan de calcular, qué tan rápido puede correr la motocicleta.

Londres del Este, o como le han rebautizado, Ciudad Búfalo, es la primera avanzada de la Sudáfrica “blanca”: entre las casas de viejo estilo europeo, usted puede convencerse de que, en definitiva, la Gran Bretaña anduvo por aquí. Esas construcciones enmarcan la calle principal que conduce hacia la ciudad. Los restaurantes agradables, las hermosas playas y su gran puerto, convierten a esta ciudad en una atracción para los alrededores. Pero en cuanto deja atrás la población, estará de nuevo entre la maleza. Durante otros 12 kilómetros, circulamos a través de zonas intactas, que interrumpían las granjas y pueblecillos. En las proximidades de la línea limítrofe, unas dunas desmesuradas se elevan hacia el cielo.  Y ahí, entre ellas, se extiende un opulento paraíso: Mpekweni. Un hotel que se ubica en la mitad de la nada, sobre una pequeña bahía, cerca de la desembocadura de un río, con kilómetros de playas arenosas que llegan exactamente hasta la entrada de su habitación.

Dilapidamos el día en un viaje a través de Pineapple Country, y visitamos la Cámara Oscura en Grahamstown. Es una de las últimas que existen aún en el mundo. Luego nos enfilamos hacia Port Elizabeth. Desde lejos, usted verá las grúas que se estiran como dedos, y que anuncian la proximidad de uno de los mayores puertos del país. La ciudad se extiende por unos 16 kilómetros a lo largo de la costa.

Cuando pasee a través de la ciudad, hallará vestigios de todas las naciones que han colonizado esta región. Las casas de estilo victoriano, la estatua de la reina Victoria, un campanario que dejaron los italianos, las casas del magnate de las plumas, el tren de las manzanas. Todo esto es el testimonio de una economía floreciente.

La selva de colores

Se le conoce también como el comienzo de la Garden Route, que se extiende por todo el camino hacia George. Aproximadamente a la mitad del trayecto, usted podrá encontrar la única selva tropical natural del país. Los ejemplares del palo amarillo, árbol nacional de Sudáfrica, extienden sus ramajes hacia el cielo. Los babuinos se pasean a lo largo del camino en busca de alimento; si usted se detiene y apaga el motor, escuchará las voces de la naturaleza. En el sitio adecuado, escuchará los alaridos de quienes, enloquecidos por la adrenalina, patalean desde el mayor puente para salto bungee del mundo: ¡216 metros!

Cuando dejamos la costa, manejamos a través de la cordillera, hacia Oudtshoorn, la capital de la cría de avestruces. Sin embargo, para los motociclistas lo más importante es que ahí está el punto de partida de la ruta que atraviesa Swaetberg Pass, 40 kilómetros de terracería a través de unas montañas con panoramas impresionantes.

Desde Poe Montague, el viaje requirió otros dos días hasta Cape Town. Abrumado por miles de vivencias, hace falta tomarse una pausa. Un pueblo misterioso, sobre la Montaña Table, parece un sitio que nunca duerme. La opulencia de las tiendas de los muelles, contrasta con las sedes del gobierno municipal, a lo largo de la autopista que conduce a la ciudad, pero los lugareños parecen hallarse todo el tiempo de buen humor.

La última curva corre a lo largo de la península de la costa oeste, a través del Chapman Peak Drive hacia el Cabo de Buena Esperanza. Hay una idea equivocada respecto a que es el extremo sur del África, porque alguna vez se creyó que era el punto que dividía a los océanos Atlántico e Índico. En 1844, Bartolomé Díaz navegó en torno a él y lo bautizó como “Cabo de las tormentas”.

Basta ver la ondulación de las olas, el estruendo del oleaje que estalla en el aire, la infinita vastedad que se extiende hacia el oeste; ello le permitirá imaginar los temores del marino en su descubrimiento de la ruta hacia el lejano oriente.

Dos semanas de viaje, aproximadamente 4,800 km de buenas carreteras, miles de impresiones, las memorias fotográficas llenas de imágenes, y más imágenes aun en la mente. Apenas usted mismo sabrá lo que descubrió durante el primer día, el segundo o el tercero, pero lo que sabrá muy bien, es que se trata de un país fascinante, con un paisaje cautivador en transformación permanente, un sitio pleno de mezclas culturales, donde la gente tiene todos los matices de tez, donde hay buenos caminos, un país multicolor, como los tejidos que envuelven el talle de las lugareñas. “La Nación Arcoíris”.

Markus Hellrigl

Traducción: Amael Vizzuett

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