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Abraham Levy: Explorador autopropulsado

Abraham Levy: Explorador autopropulsado

Hay pocas personas en el mundo capaces de darse cuenta de que lo realmente importante –paráfrasis de Nietzsche– es llegar a ser quienes somos. Y qué inalcanzable suena para muchos el dedicar la vida a abrirse camino para materializar un sueño de por sí descabellado: el de preparar y emprender expediciones marítimas multi-kilométricas, en solitario y con el envión de la fuerza física, sin motor ni vela de por medio, es decir, valiéndose de la autopropulsión.

Locuras adolescentes

Desde que éramos unos rapaces ingenuos, pude ver que Abraham Levy llevaba mucho de este sendero andado. Autodidacta en la mayoría de las artes del explorador terrestre, huía siempre del rumor citadino y jamás desperdiciaba la oportunidad de probarse capaz, retando las inclemencias de la naturaleza, organizando acampadas en lugares inhóspitos. Siempre era la cabeza de aquellas pequeñas pero significativas exploraciones de antaño. Dominaba los aparejos del alpinista, era el responsable de la seguridad, la ubicación geográfica y la moral de quienes lo acompañábamos en lo que, para nuestros padres, representaban meras locuras adolescentes.

Teníamos 16 años y el verano nos descubría cuando atravesábamos la selva de Guerrero, en las inmediaciones de Cacahuamilpa, durante una caminata de horas para llegar a la suerte de vía ferrata que descendía por una pared de piedra escarpada, que finalmente nos dejaba en la majestuosa entrada a la caverna del río subterráneo Chontacoatlán. Nos sentíamos abrumados por el paisaje: la boca de la cueva, una cavidad de decenas de metros en la ladera de un cerro, se divisaba rodeada de un verde alucinante; unos monolitos gigantes yacían en medio del río caudaloso que había encontrado su cauce justo debajo de esa montaña, y la penetraba hacia una oscuridad donde los murciélagos daban una escandalosa bienvenida. Solo podíamos tener fé en que aquello terminaría un día después de haber vadeado y nadado, casi a ciegas, por sus entrañas.

Ésta fue la primera vez que compartía una travesía con Abraham, pero aquí no era el mismo que se sentaba tres lugares atrás en la fila de pupitres del salón. Era un Abraham que no aguantaba lo cómodo, con un semblante tal como si lo hubieran devuelto al útero materno. Mostraba las cicatrices de múltiples cirugías para corregir el pie equino varo con el que había nacido, pero esto no le impedía moverse como si conociera todas las abruptas variaciones del escabroso terreno.

El aire templado y húmedo le hacía más bien que ninguna otra cosa, y la emoción del camino que nos esperaba no podía contenerse en su persona, y se notaba. Desde ahí supe que esto significaba más para él que para nadie. La comunicación tácita que tenía con el entorno agreste no podía adivinarse en ninguno de nosotros, como en su mirada. Desde ahí comprendí que lo vería haciendo esto, una y otra vez. Cada vez más lejos. Cada vez más alto. Cada vez más tiempo.

La selva más temible

Pero la entrada a la vida adulta ejercía presión y Abraham tuvo que ajustarse a tener un trabajo que comulgara con sus intereses. Montó concursos de aventura para una compañía de cigarros, sin embargo, la contradictoria combinación de vicio con naturaleza hizo mella en su conciencia, y optó por no ser partícipe de algo que le causara daño al ser humano. Probó suerte invirtiendo sus ahorros en una crepería, cuyo éxito fue efímero. Esto le orilló a seguir en busca de una manera para sobrevivir en la selva de concreto, dónde las leyes de la vida se tuercen, dónde no perdura el más fuerte ni el más físicamente apto, sino el que pueda conseguir más dinero. Con aquel fracaso a cuestas, aprendió el negocio de la venta de teléfonos celulares. Esta vez pudo prosperar económicamente, llegó a poner su distribuidora, con gente a su cargo y su propia oficina.

Se sabe que el ser humano es cuerpo, mente y espíritu. La plenitud se alcanza cuando se consigue el equilibrio en estas tres esferas. Hay quienes pueden dejar de lado alguna y viven con esta carencia todos los días; lo compensan con la adquisición de bienes materiales, como si quisieran llenar un hueco insaciable. Pero hay otros en cuya historia no caben las verdades a medias. Un día, mientras trabajaba en su oficina, solo, en la noche, surgió en la cabeza de Abraham un cuestionamiento que provocaría en su vida un vuelco violento, para convertirlo el hombre que es ahora:

“¿Qué diablos estoy haciendo aquí? Me imaginé teniendo 85 años, estando en un lugar donde no quiero estar, haciendo algo que no me gusta, y me dio un escalofrío”, comenta. Es la vocación la que encuentra al hombre y no viceversa. Y es que la voluntad de algunos es tan grande que transgrede el cuerpo físico, para abrirse camino a costa de todo, y así sucedió con él. Abraham, así, de un momento a otro, atendía al llamado y se concebía por primera vez a sí mismo y a su espíritu como un río, y como todos los ríos, el cauce lo llevaba irremediablemente a la mar.

“Fue cuando estaba sentado en un kayak, mientras salía del puerto de Tampico, donde daba las primeras paladas de lo que más tarde serían once mil kilómetros de travesía en solitario por todo el litoral mexicano, que me encontré sintiéndome parte del todo, disfrutando de una paz, seguridad y claridad absolutas, haciendo de la mar mi camino y mi destino”. Su vocación se consolidaba con esto; estas experiencias de iluminación suceden sólo cuando se está en la vereda correcta.

Sin reconocimientos formales ni diplomas, después de incontables horas de preparativos y logística, Abraham lograba vivir el primero de sus sueños: conocer en carne propia toda la costa mexicana, sin dejar rastro, con un remo, sin motores, sin velas: un explorador autopropulsado. Fueron cerca de trece meses los que navegó a remo (un promedio de 40 kilómetros al día), primero la costa del Atlántico y luego la del Pacífico.

Como médico de su expedición, estuve en contacto periódicamente con él; atendía por vía telefónica, males como la sinusitis (que le provocaba una tos crónica, de difícil control), lesiones en muñecas, hombros y espalda baja, características de los kayakistas; también así resolvíamos los encuentros con criaturas ponzoñosas, como aquel día en el Alto Golfo, plagado de fragatas portuguesas o esta otra inolvidable llamada: “Escucho los cascabeles alrededor de mí…  Los aullidos son ensordecedores. No me sorprendería que fuera mordido esta noche”, sus palabras venían de un campamento en el desierto de Baja California. Pero fuera de las insolaciones y algunos otros contratiempos de salud menores, Abraham salía siempre ileso y avante: “El Piloto –y señalaba al cielo– me custodia y me lleva con buen viento”.

Acción y aventura

Marejadas de cuatro metros cuyas crestas se iluminaban por la luz de la luna sinaloense. Arribos a tierra en Ensenada, San Quintín o la Chorera, con rompientes de once metros y fondo rocoso. Campamentos de emergencia, improvisados sobre las ramas del manglar Campechano, infestado de cocodrilos. Vientos en contra de cuarenta nudos. Tormentas de arena. Temperaturas infernales que ameritaban la ingesta de doce litros de agua al día. Soledad total y absoluta en playas paradisiacas.

Atardeceres que queman las nubes con rojos y naranjas de fantasía. Bajamar que deja al desnudo kilómetros de lecho marino. Arena dorada, blanca, roja, negra, fina, gruesa. Acantilados. Cielos con millares de estrellas sin luna. Vendavales en tierra y mar adentro. La calidez del pueblo oaxaqueño. Los mejores y más frescos cebiches. Encuentros esporádicos con amigos en tal o cual ciudad costera, para dar aliento y seguir adelante. Todo esto lo vivió remando sobre la “cascarita”, como le llamó un niño oaxaqueño a su embarcación de kevlar bautizada “República”. Todo habita en la memoria de un mexicano que, con esta proeza, sin duda se gana un digno espacio en los anales de la exploración.

Cuando se le pregunta a Abraham el porqué de sus expediciones, contesta: “Primero, para probarme que es posible vivir haciendo lo que me gusta, que es posible hacer los sueños realidad. Segundo, para reivindicar el espíritu humano: en estos tiempos, la sociedad está plagada de mensajes de consumo, la gente cree que vale más cuanto más tenga, y se pierde de vista la esencia de la vida. No es mi propósito ser famoso ni ganar reconocimiento, sin embargo, viajes como estos inspiran a la gente a mirar cada vez más alto: recuerdo la manera en que me motivó a la acción enterarme de las hazañas de exploradores como Vital Alsar, con quien tuve el gusto de charlar en persona.

Cruzó el Pacífico de Guayaquil, Ecuador hacia Australia, en unas balsas construidas por él mismo, con el fin de probar que los pobladores de Oceanía eran americanos; o la odisea de Ernst Shackleton en la edad heroica de la exploración de la Antártida: en el Polo Sur, su expedición quedó varada tres años, pero nadie murió, siempre mantuvo la moral del equipo en alto hasta que todos lograron salir de ahí. Éstas son historias que te hacen creer que lo que la mente se imagine es realizable, si se pone todo el empeño en llevarlo a cabo. El poder de la mente es infinito. Puede ser el mejor amigo o el peor enemigo. Puede autodestruirnos o llevarnos tan lejos como queramos ir.”

Un reto de vida, un sueño, se ha logrado. Abraham lo ostenta con modestia, y cuando  lo tengo enfrente, me cuesta trabajo creer que aquel amigo de tantos años es ahora un hombre que aspira, sea consciente o inconscientemente, a convertirse en leyenda. Sus planes se tornan cada vez más complejos y ambiciosos.

La nueva empresa que se propone es de una envergadura colosal: el viaje que emprenderá en octubre representa dos años de trabajo arduo en el teléfono, salas de juntas, estudios de radio y televisión, conferencias, además de la exigente y agotadora preparación física: sesiones diarias de al menos cuatro horas de entrenamiento aeróbico y una de anaeróbico. De lo que estamos hablando, es, sin más ni menos, del cruce transoceánico España-México en un bote de remos… en solitario. La ruta revive los viajes de Colón, partirá del Puerto de Palos, en Huelva, España, hará escala en las Islas Canarias para luego cruzar el Océano Atlántico y arribar a la última parada, las Islas Vírgenes, antes de terminar la recta final a través del Mar Caribe, la parte más difícil, técnicamente hablando, por la presencia de embarcaciones grandes, piratas y peligrosas corrientes. El viento decidirá dónde tocará tierra en México, su destino final.

Sin miedo a la soledad

“¿No te asusta la soledad?”, le pregunté. “No te miento si te digo que creo que fui diseñado para sortear situaciones límite. En estos momentos es cuando mejor funciono, sintiéndome alerta y dispuesto a responder ante cualquier cosa”, contestó. Luego me dijo: “En la expedición pasada hubo momentos en que extrañé la convivencia con humanos, sin embargo, fueron más las horas que disfruté en soledad. La contemplación es también un quehacer diario del marino, es algo que me gusta y satisface como nada en el mundo. Yo creo en el enfoque deportivo de la psicología, y también creo firmemente, porque lo he comprobado, que uno debe prepararse más psicológicamente para estar en la ciudad que para cursar una expedición como ésta.”

Y como dice Bertolt Brecht: “Hay hombres que luchan un día, y son buenos. Hay hombres que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida. Ésos son los imprescindibles.” Abraham Levy ha luchado por ser el hombre que quiere ser y no ha quitado el dedo del renglón desde el día en que decidió hacer lo que hace. Hoy nos invita a que luchemos con él y seamos todos partícipes de este hito, que reverberará por siempre en la cabeza de exploradores y ciudadanos comunes, una proeza que probablemente permeará en el imaginario popular, además de poner el nombre de México muy en alto, ondeando las banderas de la paz, la libertad y la inmensurable fuerza de uno mismo.

Hoy nos da la oportunidad de ser sus cómplices en esta gigantesca hazaña. La tarea no estará completa si no es con nuestra ayuda, ya sea patrocinando un kilómetro de su larga travesía (http://www.abrahamlevy.com/que_suceda.php) o difundiendo la noticia de boca en boca y en las redes sociales. Acompañémoslo en cada palada de su remo y vivamos con él lo imposible. Hagamos de este sueño un sueño de todos. Creamos en esto. Hagamos que suceda.

El Cristóbal Colón del Siglo XXI

“Encuentra la felicidad en el trabajo o no serás feliz”, decía el antiguo navegante Cristóbal Colón y ésa es precisamente la filosofía de vida con la que comulga el explorador Abraham Levy, a quién no se le acaban los sueños ni las ganas de remar, pues ya se ocupa en la preparación de un viaje en el que seguirá la ruta que emprendieron las tres carabelas, el 3 de agosto de 1492.

Se trata de emprender en parte la ruta de los grandes exploradores; Levy partirá exactamente de donde zarpó Colón creyendo saber a dónde llegaría. Empezará en el Puerto de Palos, España, el 12 de octubre 2013, Día de la Raza; terminará unos miles de kilómetros y unos cuantos meses después en costas mexicanas, por allí de marzo. A mis saberes, la mejor temporada para zarpar sería en otoño, cuando aún no comienzan las tormentas invernales del Atlántico Norte. La idea es montarse en la corriente del trópico para cuando llegue el invierno, es decir, la temporada anticiclónica, así cuando esté por terminar, se verá navegando hacia el Norte por el Caribe.

(Por supuesto, Colón no tenía imágenes satelitales ni meteorólogos en tiempo real para saber todo esto).

Sin carabelas sólo su BRO

Levy explica:

El Bote de Remo Oceánico (BRO) está diseñado para la tarea, y en él puedo remar, comer y dormir. Se ha equipado con la más alta tecnología de navegación, comunicaciones, seguridad y generación de energía eléctrica que jamás utilizaré para avanzar, pues no llevo ningún motor a bordo; mide siete m de manga (largo) por 1.60 m de eslora (ancho).

Si bien ya tenía experiencia navegando en kayak, ésta es otra historia: en el remo oceánico el motor principal son los músculos de las piernas, espalda baja y también los dorsales. Voy sobre un asiento que se desliza sujeto a unos rieles, y tengo dos remos de más de tres metros de longitud fabricados en fibra de carbón.

La práctica hace al maestro

No pain no gain. Sí, ha dolido. Haber navegado once mil km en kayak durante 13 meses por las costas de México, me ha dejado una buena idea de lo que es la mar; sin embargo, para practicar el remo oceánico he tenido que aprender “a caminar de nuevo”. Miles de horas de entrenamiento, sin exagerar, tanto de remo en el Club España como de trabajo en el club deportivo, mi segundo hogar, bajo la detallada planeación de mi entrenador Ricardo Durón, quien cuenta con el certificado RTS (resistance training specialist).

“Para ejercitar mi mente y reforzar mi determinación y arrojo, me visualizo en medio de la mar, completamente solo”

Voy solo, yo y mi alma. Todo lo que necesite debo llevarlo a bordo; lo que se quedó, se quedó. Esto quiere decir que voy en modalidad de solitario, no hay ninguna embarcación y ningún equipo siguiendo el BRO; todo contacto se hace vía conexión satelital o radio VHF. Cualquier situación que suceda debo resolverla yo mero.

Sin embargo, en tierra existe todo un equipo que apoya el proyecto, (Houston, do you copy?) conformado por meteorólogos y médicos, entre otros profesionales, que me brindarán la asistencia e información que necesito en tiempo real. Esto es, los pronósticos meteorológicos para elegir la ruta conforme las corrientes y el viento, así como el cuidado de mi condición física y mental.

“Contrario a lo que se dice, el náufrago voluntario Alain Bombard probó que es posible tomar agua de mar para sobrevivir”.

Martín J. Guzmán

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