Completamente exhausta luego de un sinfín de curvas, detuve mi motocicleta en algún desolado paraje de Grecia y di una profunda aspiración. Mi único acompañante me había dejado muy atrás. Comprendí que nunca lo alcanzaría. ¡Y él llevaba el mapa! Estaba totalmente perdida.
Debería haber entrado en pánico, pero todo parecía diferente en Grecia. Giré mi cabeza y me impregné de uno de los paisajes más bellos que hubiera visto nunca. Desde ahí podía ver el mar, a kilómetros de mí; el resplandor solar, una luminosidad romántica sobre la campiña. En eso, súbitamente percibí el sonido del motor de una BMW.
Una tierra de hadas, donde nunca se terminan las vueltas ni las curvas
En punto de las nueve de la mañana, oprimí el botón de encendido de mi flamante BMW F 800 R color naranja fuego. Traté de recordar todos los consejos de nuestros guías. Era la primera vez que me habían admitido para manejar en un viaje de Edelweiss Bike Travel.
Partimos de Atenas en la hora pico. Tras hora y media de entrenamiento práctico de supervivencia en el tránsito urbano, alcanzamos el circuito construido para los Juegos Olímpicos de 2004. Lo dejamos atrás y nos aventuramos por fin en el interior de Grecia. Los alrededores de Atenas, cubiertos con sembradíos de algodón, maíz y uva, eran un grato escenario para iniciarnos. En Aliki, donde los atenienses tienen sus casas de recreo, tuvimos nuestro primer almuerzo.
El experimentado Markus dispuso una selección de platillos griegos. Pudimos así disfrutarlos cómodamente, en vez de intentar comprender aquellos extraños caracteres griegos de los menús.
Reanudamos nuestro camino hacia Delfos, en las montañas, no muy lejos de Arachova, con su gran área para esquiar. Nuestro hotel dominaba el panorama de la costa. Desde mi balcón vi un rebaño de cabras; me sentí libre del trabajo cotidiano y me entregué al regocijo vacacional.
Los sabores del Mediterráneo
Las dos rutas hacia Olimpia ofrecían sus atractivos: por la ruta corta, una visita guiada al oráculo de Delfos y luego, el viaje por la costa del Golfo de Corinto, con sus paisajes y caminos llanos. La mayoría se decidió por la ruta larga, a través de las montañas, con sus carreteras desafiantes y un sinfín de zigzags. David, un simpático texano, y yo decidimos tomar el camino más fácil y detenernos a tomar aliento en los sitios acogedores de Grecia, siempre que fuera posible.
Una tradición de seguridad en los viajes Edelweiss, son los altos para el café, en la mañana y al atardecer. En Eratini, una taza de frapé “metrio megalla” nos refrescó tras el trayecto. En Lepanto, recorrimos los 2.2 kilómetros del puente que desde 2004 une al continente con el Peloponeso. Cerca de Olimpia, vimos los rastros de los devastadores incendios de 2007.
Grecia es una inmensa cordillera que emerge del mar. Georg, mi piloto, nos guiaba a través de aquella tierra de hadas donde las curvas jamás se terminan.
El almuerzo fue memorable. En una diminuta villa montañesa, disfrutamos nuestra primera comida rápida griega. La Giros Pita (pan relleno con papas a la francesa, jitomate, carne y salsa) fue una agradable variación a los platillos como el Tzaziki, el Saganaki, el Tyrokafteri, el Choriatiki, el Kalamari y la ensalada griega. Durante el viaje saboreamos una vasta variedad de manjares.
Proseguimos hasta Kalamata. A lo largo del litoral hallamos varias curvas prolongadas. Markus manejaba la camioneta de apoyo; seguimos hacia Agía Nicolei, a través de un olivar, luego de nuestro café, y por fin llegamos a Pilos, en la Bahía Omega. Tras el almuerzo, nuestros caminos se separaron; Markus emprendió la ruta directa hacia Kalamata, David y yo, el itinerario recomendado.
Historia, olivos y grutas
Tras cuatro días de rodar por Grecia, pensamos que ya era hora de una pequeña aventura. Con los ojos cerrados, elegimos en el mapa un trayecto corto. Nunca esperábamos que este viaje secundario se convirtiera en una de las mejores experiencias de la expedición. Ya teníamos algo que contarles a los demás. Aquel grupo era fantástico y su trabajo de equipo tan armonioso cómo nunca lo había visto en un viaje de este tipo. Todos eran además unos excelentes pilotos. La mayoría vivía en los Estados Unidos, excepto Georg, quien vive en Alemania. Teníamos dos parejas: Lenita y Tom, Camila e Ivo; un padre con su hijo: Bayard y Gordon; tres solteros: David, Georg y Blake.
Ya en el hotel, recibimos una breve lección de historia griega: Otto, príncipe de Baviera, fue el primer rey de Grecia en la era moderna; fue uno de los fundadores de la producción cervecera en Grecia y a él se le deben los colores –azul y blanco- de la bandera helena. Así que gracias a don Otto pudimos celebrar nuestra supervivencia con un rico vaso de Mythos, la marca griega de cerveza.
Después del desayuno partimos hacia la aldea montañesa de Thalamai. Morea, un famoso productor de aceite de olivo, la eligió para destinarla a la producción tradicional de aceite de olivo. Contratamos una visita guiada y vimos un viejo molino de piedra, donde aún se prepara la reserva de los diferentes tipos de aceite. Luego llegamos hasta las cuevas de Pirgos Dirou, en Mani. En lancha, a través de mil 300 metros de canales, admiramos las espectaculares formaciones rocosas. Con sus canales subterráneos, estas grutas son uno de los prodigios de la naturaleza en Grecia.
Rodando en torno a Mani, nos detuvimos al atardecer para tomar algunas fotografías de la antigua ciudad de Vathia. En el siglo XVIII, la población de Vathia llegaba a los 300 habitantes. Pero fue decreciendo en forma consistente, hasta que en 1979 llegó a su mínima importancia con solo once habitantes. Nuestro objetivo en aquel quinto día de viaje era Gitio, una aldea de pescadores en Laconia, conocido desde la antigüedad como el puerto marino de Esparta.
Nuestra primera escala al día siguiente fue Monemvasia, una fortaleza medieval en la costa oriental de la península del Peloponeso. Se ubica a una altura de 300 metros, sobre una formación rocosa de 1.8 kilómetros; ha sido escenario de múltiples episodios históricos y todavía está habitada.
Tras un alto para la contemplación, seguimos nuestro hacia Nafplio. En Grecia hay caminos con el pavimento nuevo y un agarre fantástico; más nosotros teníamos que ser precavidos en los litorales, porque ahí una película salina recubre la carretera y provoca derrapes.
A 850 metros sobre el nivel del mar, hallamos un área semejante al célebre Passo dello Stelvio, en Italia. Para el descenso, seguimos un zigzag tras otro, sin que perdiéramos nunca de vista la mar. Realizamos otro alto para el café y por fin llegamos a Nafplio. Nuestro hotel era uno de los mejores del viaje. Era un “hotel-boutique” escondido en una callejuela. María, la patrona de este fantástico negocio, nos atendió con encanto y gentileza. Las habitaciones se identificaban con los nombres de los dioses griegos en vez de los números habituales; su increíble mobiliario antiguo tradicional tenía un toque suntuoso. María preparaba la cena en forma completamente casera e incluía ciertas recetas secretas, que uno jamás podrá hallar en ningún otro sitio más que en Grecia.
El día siguiente era el último de nuestro viaje. En cuanto nos desayunamos, partimos hacia la fortaleza militar de Palamidi, en Nafpli. Detrás de aquel colosal edificio, ante un panorama fantástico, recordé al príncipe Otto y cavilé que debería haber tenido esta BMW F 800 R para conquistar Grecia.
En Palea Epidavros almorzamos por última vez. Pronto llegamos al Canal de Corinto. Una última partida, una última increíble cabalgata por la costa, un último trayecto por la autopista y regresamos a Atenas.
Sin la ayuda de los guías designados por la Edelweiss Bike Travel, Markus Hellrigl y Peter Zangerle, expertos en su oficio y unos tipazos, jamás hubiera podido completar la expedición.
Grecia ofrece una asombrosa combinación de carreteras de montaña y de costa, con paisajes que vale la pena admirar, Curva tras curva, uno puede seguir su camino sin ningún problema vial. A decir verdad, tuvimos que esquivar más cabras que coches en las calles.
La comida no fue problema en ninguno de los sitios que visitamos, los hoteles nos ofrecieron una amplia gama de estilos. Los lugareños fueron los seres humanos más amistosos que haya conocido. Si uno se sabe tan solo unas pocas palabras en griego, como efaristo (gracias) o para calo (por favor), ellos le dan una cordial bienvenida y le permiten integrarse a su fascinante mundo.